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1 Mayo 1882

A las cinco de la mañana despertóme mi hermano para que cuidara del viaje. Levantéme maquinalmente y arreglé lo que iba a llevar.

Mi hermano medió los 356 que debía yo llevar. Llamé a mi criado para que cuidara de llamar al vehículo que debía conducirme a Biñán. Vestido y mientras esperaba el desayuno llegó la carromata. Mis padres se habían despertado ya, pero mis hermanas aún no. Tomé la taza de café. Mi hermano me contemplaba con dolor; mis padres nada sabían. Al fin, besé su mano. ¡Estaba próximo a llorar! Bajé apresuradamente, dando un adiós mudo a cuanto me era querido: padres, hermanos, casa. Todo iba a abandonar. Pasé a buscar a mi hermana Néneng para pedirla una sortija de brillantes, pero aún estaba dormida. Seguí, pues, mi camino hacia la casa de mi hermana Lucía. Mi cuñado estaba ya despierto y contaba con que me iba a acompañar, pero no fue así. Continué. El sol empezaba a asomarse.

La casa de Calamba, sus cultivados campos, su Makiling, toda su hermosura sencilla y pintoresca, todo adquiría en aquellos instantes un valor inapreciable a mis ojos.

Cuando pensaba que dejaba a mi familia, un raudal de lágrimas asomaba a mis ojos. Sentía ahogarme.

El caballo iba ligero; mi cochero, silencioso y yo también. ¡Qué de pensamientos; que de tristes reflexiones!

¡Ay! ¡Cuánto sacrificio para un efímero bien!

Llegamos pronto a Biñán. Allí cambié de carromata, siendo mi nuevo cochero, Vicente, antiguo conocido. Dí a Macario una peseta para propina. Este nuevo cochero, Vicente, era alegre y locuaz. Me contaba muchas cosas, que no entendía. Algo me distraía, pero no del todo.

Así pasamos San Pedro Tunasan, Muntinglupa, Las Piñas, Parañaque hasta Malate. Le dí 3 $. Tomé otra carromata hasta Manila. (10 hrs.)

Allí encontré a Chéngoy con Dadión. Aquél me dijo que me daría el pasaporte el mismo día. Efectivamente llegó mi tío Antonio trayendo el pasaporte. Fuimos a casa de Henry en donde tomamos pasaje y después comprarnos lo necesario. Aquella tarde me hice arreglar una silla perezosa y después me puse a escribir cartas.

¡Qué noche aquélla! ¡Qué angustiosa para mí! ¿Veré a mi familia, a mi padre, madre, hermanos y cuñados? ¡Ay! El que no ha salido jamás del seno de su hogar; el que ha salido al amor de mil adioses y despedidas puede considerarse feliz. (El pasaje me costó . . .)