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3 de Mayo [1882]–Miércoles

Despertéme las cinco de la mañana. Me vestí y oí misa en Sto. Domingo. Quizás sea la última, que oiga en mi país. ¡Ah! ¡Qué de recuerdos de la niñez y de mi primera juventud!

Al retirarme, desayuné; digo mal, probé hacerlo, pero no pude. Estaba como aletargado. Al cabo de poco, llegó mi compadre, quien desayunó en casa. Los regalos de la buena Capitana Sánday sirvieron en el desayuno. Sentía no poderlos llevar, siquiera un pedacito.

Bajamos después: mi tío Antonio, Gella, mi compadre, Chéngoy y yo. Chéngoy se despidió de mí en la puerta. No podía seguirnos. Abracé a este bueno y fiel amigo. Sentía que iba a caer de tristeza. Dirigímonos a Magallanes en donde encontramos al Salvadora. Abordamos a él, y como mis compañeros querían retirarse, les supliqué no me dejaran tan pronto. Accedieron gustosos a mi petición y me acompañaron a la bahía.

Allí procuraba aprovecharme de los momentos, hablando y gozándome con verlos: últimos amigos, que veía, y que, para mí, representaban todo mi país y mi familia. ¡Cuantos servicios me prestaron, cuánta solicitud!

Llegó, al fin, la hora de separarnos. Yo no podía hablar. Les abracé dos veces y hubiera querido retenerlos abrazados. ¡Qué sería si fuesen de mi familia!

Se alejaron. Yo les ví alejarse y no podía separarme de ellos, hasta que doblaron el Malecón. Una y mil veces me saludaban con el pañuelo; quería retenerlos con mi mirada. ¡Amigos, que fuisteis para mí una segunda familia, que trabajasteis, como nadie, para mi bien! ¿Qué os podré pagar? Aún recuerdo lo que me decíais, “¡Sé hombre!” Pues bien, soy hombre y por eso lloro. Lloro al separarme de mi país, en donde reside toda mi afección.

Las lágrimas bañan mis ojos, pero el maldito pundonor las retiene.

Zarpa el buque al fin. Mueve su hélice, que barrena el agua, dejando tras sí dilatada estela. Mi patria, mi pueblo, os dejo yo; desaparecéis y os perdéis de vista.

Tomo el lápiz y quiero fijar, aunque imperfectamente, en el papel las playas de Manila.

Mi mano corre ligera, obedeciendo a mi corazón, y dibujo.

Pero, entre tanto y poco a poco, los edificios iban empequeñeciéndose; sus contornos se iban confundiendo, aunque adquirían vigor sombras, formando un claroscuro contrastado. Después, solo un bosque de palos y figuras informes en lontananza, dorado por un sol brillantísimo. Aquello era mi patria querida. Allí dejé amores y glorias: padres, que me adoran; solícitas hermanas; un hermano, que vela por mi familia y por mí; amigos y amigas. ¡Ah! ¡sí! ¡Cuántos amores, cuántos corazones, que me hubieran hecho feliz y que, no obstante, abandono! ¿Volveré a hallaros libres, tales como he dejado?

Leonores, Dolores, Úrsulas, Felipas, Vicentas, Margaritas y otras, otros amores ocuparán vuestras almas y pronto os olvidaréis del viajero. Volveré, pero me hallaré aislado porque los que antes me sonreían, reservarán sus alegrías para otro más feliz. Y en tanto yo vuelo tras mi vana idea, una ilusión falsa, tal vez. ¡Encuentre yo a mi familia entera y muera después de felicidad!

Llegó la hora del almuerzo. Somos unos diez y seis pasajeros: cinco o seis señoras; muchos niños, y los demás, señores. Soy el único indio. Tenemos también varios infelices, entre negros indios e ingleses, presos de Port Breton. El almuerzo pasó sin novedad ninguna.

Concluído que fue, ví nos hallamos frente a Mariveles. Tomé vista de él, y, seguí escribiendo. Al cabo de algún tiempo vimos Corregidor. Estos dos montes casi están

uno frente al otro. El Mariveles es hermoso y se parece al Makíling de mi provincia, lo que me trajo vivos recuerdos de aquel poético país. . ….. ,

Desde esta mañana el tiempo era precioso; el mar, tranquilo y bonancible, más que nii querida Laguna. Diviso otros montes, que no conozco y desearía saber. Están a la izquierda del Corregidor. Pregunto cómo se llaman y nadie me puede dar razón. Dicen que es de la Isla de Luzón.

Nosotros al venir de Manila pasamos por entre Mariveles y el Corregidor. Enseñáronme las islas del Fraile y de la Monja: aquélla, a la izquierda y, ésta, a la derecha del Corregidor, mirando al O. Las aguas del mar tienen un color azul-oscuro, que no tiene el agua dulce.

Entre los pasajeros, que son todos europeos, los hay de varias clases. Me he estado hablando largo rato cOn un salmantino, soldado de la Guerra Civil, que me hizo algunas descripciones de varias acciones de que fué testigo.

Tenemos enfrente la Isla de Mindoro.

Viaja con nosotros un inglés, que habla bien el castellano, pero vocaliza muy mal. Parece que tiene en su boca una cosa como sujetando su lengua. Es alto y delgado.

El sol se ponía: una viva llama esparcía su disco más vivo aun, reflejándose en la rizada superficie del mar. Las caprichosas nubes teñidas de un rojo vivo parecen las bóvedas de una candente gruta. Las sombras iban invadiendo el Oriente, extendiéndose uniformes, pero perdiendo en intensidad a medida que se acercaban a Occidente.

Navegamos por un inmenso desierto. No había un pez que jugase.

He cambiado de traje. El que llevo es el único de lanilla, que me hizo mi buena hermana, María. Esto me vuelve a recordar que el año pasado, por esta misma época, viajábamos en un casco, mis hermanas, Néneng, María y Tríning con Úrsula, Victoria y otros por la Laguna, en dirección a Páquil. ¡Cuánto ha pasado ya! Entonces admiraba yo los poéticos lugares y caminos de mi país. Hoy no admiro más que la inmensidad del mar.

La luna se había elevado de las aguas. Reflejos de sol en Occidente·y un disco redondo y hermosísimo en Oriente. La brisa suave y fresca mece mi frente regalándome aroma y frescura y hace temblar el papel. En mi pueblo tal vez miran a la misma luna como la miro yo. Tai vez mi madre y mis hermanas viéndola, piensan en mí como yo en ellas. Si en vez de mirar un punto nuestras miradas se encontrasen …

Está bastante oscuro y no puedo seguir escribiendo. –Meditemos–.

Han traído un farol suspendido de unas cuerdas. A su luz escribo estas líneas. Sentado en mi perezosa, vuelto hacia la luna, la miro elevarse lentamente rielando en las ondas.

Recuerdo aquel verso que recitaba mi madre:

“Cuando en las ondas

De los vastos mares,

Corría a sepultar
Sus rayos bellos

El Rubio Apolo, etc . . .

Por la palabra “ondas” multitud de pensamientos invaden mi mente, todos hacia mi familia y mi pueblo.

Una señora está cantando y meciendo a su hijo. Así me había mecido mi madre tal vez.

El sueño se apoderó de mí.